jueves, 19 de abril de 2018

OTRA NOCHE DE MIERDA EN ESTA PUTA CIUDAD



Casi todos han combatido en una u otra guerra —Vietnam, sobre todo—, en algunos casos es cierto pero los hay que sólo lo creen. Muchos han estado casados, otros tantos han pasado por la cárcel. Uno habla por un agujero que tiene en la garganta. Algunos son ciegos, hay muchos que están sordos por completo o Ies falta poco. Los heroinómanos tienen los brazos plagados de llagas incurables. Deben tratárselas diariamente con una mecha de algodón, para drenar el pus, pero la mayoría de las veces se les olvida hacerlo. Los epilépticos han de recibir su medicación o tienen ataques; si beben después de tomar los medicamentos, los accesos son aún peores. Hay huéspedes que entran por la puerta cojeando y con bastón, con andador, con muletas, en silla de ruedas, caminando penosamente. Algunos no entran solos, los llevan a cuestas dos amigos, con los pies a rastras. Otro tiene un ojo de cristal que va dejando olvidado por todas partes. Y otro tiene un tatuaje dentro del labio inferior: MIERDA. Unos cuantos llevan lágrimas tatuadas en las mejillas, lo que significa que han matado a alguien. Otros tienen cicatrices desde la comisura de la boca a las orejas, lo que indica que son soplones. En muchas manos faltan dedos, o la mitad de los dedos, arrancados por maquinaria pesada o cercenados por navajas. Hay orejas sin lóbulo, roído por las ratas. A un tío le prendieron fuego; ahora las cicatrices parecen llamas alzándose en su cuello. Entre los más viejos hay unos cuantos herniados; el estómago se les ha derrumbado sobre los testículos, que ahora les cuelgan enormemente entre las piernas. Kenny tiene la misma tos desde hace cinco años, de manera que no puede dormir arriba. En un momento determinado David sufre dolor de muelas, así que coge un libro de odontología de la biblioteca y empieza a practicar consigo mismo. Abre la boca y nos lo enseña, cómo se ha sacado la muela infectada con unos alicates, poniendo en su lugar unos clavos pequeñitos fijados con pegamento especial.

Aquel primer verano podía haber veinte o treinta tíos durmiendo en los bancos de la Sala Marrón. Fijamos un límite en la cantidad de admitidos después de las nueve, negando la entrada a los que rebasen esa cifra. A medida que va haciendo frío, vienen cada vez más, y entonces decidimos que por debajo de los siete grados no podrá negarse la entrada a nadie. Las salas permanecerán abiertas y podrán entrar huéspedes a cualquier hora. Sin embargo, algunos mueren congelados en la calle, los que se despistan, los que olvidan que hay un sitio adonde ir. Cuando el otoño da paso al invierno, se incrementa el número de gente que duerme en las salas de abajo, hasta que en el mes de enero hay cien, ciento cincuenta hombres tirados por el suelo. Amontonados como bestias, no dejan sitio ni para poner el pie: ocupan todos los rincones, mesas, bancos, hasta la última baldosa libre, y cuando alguien tropieza cae encima de otro, que se pondrá a gritar y a dar patadas y puñetazos al intruso. Algunos acaban jugando a las cartas y fumando bajo la penumbra de una salida de emergencia o frente al resplandor que se escapa por entre la puerta de los servicios encharcados de orines. Otros se envuelven con sus pertenencias y hacen como que están durmiendo. Los hay que deambulan por donde pueden, murmurando, agachándose a recoger colillas del suelo, los dedos anaranjados de nicotina. Algunos se mean encima mientras duermen, y los orines corren por el suelo, empapando a sus infortunados vecinos. El responsable de fin de semana se llama a sí mismo «Capitan Yusuf», y denomina «Misión imposible» al turno de tres a once.

A la salida del trabajo vamos a tomar una copa, al Rat, al Middle East o al Chet’s Last Cali, a oír a los Minutemen o a los Pixies, a los Del Fuegos o a los Galaxie 500, a los Motorhead o a los Flesh For Lulu. O sólo a beber, acercándonos unos a otros y hablando a gritos para oír lo que decimos en medio de todo el barullo, poniendo los labios junto a la oreja de la vecina, comprobando lo que se siente estando tan cerca de una mujer, su voz vibrando en el interior del propio cerebro, no del todo entendida pero lo suficiente. Lo bastante para ir a su apartamento cuando cierre el bar y quedarse a dormir con ella. Y a la tarde siguiente los dos nos encontramos otra vez en la Sala Marrón, oyendo la lectura del registro. Sólo que ahora yo he estado en su habitación, o ella en la mía, y sabemos más el uno del otro, nos hemos visto desnudos o hemos palpado nuestra respectiva desnudez en la oscuridad y los dos estamos un poco avergonzados pero con un subidón por todo lo que ha pasado, conscientes de que cuando acabe el turno iremos de nuevo a tomar una copa, pero quizá solos esta vez, o puede que vayamos directamente a su casa.

Muchas veces me siento como un guardia de seguridad, aunque de más categoría: a menudo tengo que mandar a hacer gárgaras a algún huésped porque no hay otro modo de tratar con él. Sobre todo si empieza a «salirse de madre», a «volverse majara» (¡Fijaos! ¡Soy el fuego que caminal), y amenaza con hacer que el edificio entero, puf, sea pasto de las llamas. Algunos días parece un teatro, una obra inacabable basada en la sencilla idea de que puede ayudarse a quien lo necesita, idea que luego ha ido desarrollándose, como una teoría del universo, hasta cobrar dimensiones tan enormes que será imposible llevarla alguna vez a escena. Se ha hecho tan grande como el aire, como el agua. Un mapa del tamaño del mundo.

Podría haber sido un simple trabajo, un medio de tener un sueldo fijo, más bien sustancioso teniendo en cuenta que no requería cualificación alguna. Para muchos de mis compañeros no era otra cosa, algunos hacen carrera con menos. Pero yo no pensaba hacer carrera trabajando con indigentes. Me despedí varias veces, sólo para volver al cabo de uno o seis meses, empezar otra vez, de nuevo en la Sala Marrón. El sueldo no me interesaba mucho, había otros medios de ganar dinero. Pero seguía volviendo. En el asilo nadie te pregunta de dónde eres ni por qué has acabado ahí. La chica a quien acompañaba a casa no me preguntaba por qué no aspiraba a más: un coche bonito, un apartamento de verdad. En cualquier caso, dijera lo que dijera, sólo me creería a medias. Al cabo de ocho horas su ropa y su pelo olían como los míos. Todos están aquí por algo, dice Joy, mirando al individuo sosegado y bien vestido que asegura estar en un apuro momentáneo. Le da una cama, y al final de la semana lo trae la policía, a rastras y borracho como una cuba.

Mi padre se envuelve algunas noches con hojas de periódico, se rellena el abrigo de papeles, los titulares hablando finalmente de él, aunque sin mencionar su nombre. Son sólo más artículos sobre la «gente sin hogar», de esos que tocan la fibra sensible. Que quede claro, nunca he sacado una navaja ni disparado un tiro a nadie. De mis cincuenta y nueve años sólo he pasado dos en la trena. No soy un delincuente habitual. Por la noche la temperatura desciende a bajo cero y él sigue durmiendo en la calle. «Me han amputado los dedos de los pies», me dice en una carta. En las noches de lluvia se tapa con un plástico, una bolsa de basura bien cerrada con cinta adhesiva; se hace un ovillo, se tumba en el suelo, mete las piernas en la bolsa y tira de ella hasta tocar el fondo con los pies. Echándose hacia delante, se aprieta el plástico en tomo a los tobillos, lo sujeta con cinta adhesiva, y luego se pega la bolsa alrededor de la cintura. De ese modo, por la noche, no se le escurre la bolsa, no se le separa del cuerpo.

Extracto de la novela Otra noche de mierda en esta puta ciudad de Nick Flynn. Puedes descargarte este libro de la ebiblioteca: http://ebiblioteca.org/?/ver/89862

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