Cuando meter la nariz en un libro
me libraba de casi todo
–menos del colegio–,
valía la pena arruinar mis ojos
para probar que podía estar en onda
y repartir el buen gancho derecho
a matones que doblaban mi talla.
Luego, con lentes de fondo de botella,
la maldad fue lo mío:
yo, con mi capa y con mis colmillos,
tuve momentos de muerte en lo oscuro.
¡La de mujeres que aporreé con sexo!
Las desbarataba como merengues.
No leo demasiado ahora: el tipo
que decepciona a la muchacha antes
de que se aparezca el héroe, o el otro
que lleva el almacén y es un pendejo
me son muy familiares. Emborráchate:
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