No podría explicar por qué escribo. ¿Por qué bebe el alcohólico? Él diría porque no lo puede evitar. Yo tampoco, y como él, no lo considero una desgracia. Es más bien una fatalidad, tomando la expresión en su significado esencial. Tampoco puedo explicar mi estilo; tengo sólo presentimientos en lo que se refiere a él. El estilo nace, o torna, cuando un tema me interesa. Si algo no toca profundamente mi sensibilidad, si no me conmueve entrañablemente, no me interesa y no tengo estilo. Cuando imagino o recojo una historia siento a mis personajes como si ellos fueron yo mismo; inconscientemente los incorporo a mi sangre; sus aventuras son mías; conozco no sólo su ámbito espiritual, sino su cuerpo, sus pensamientos, su soledad; son seres míos como los hijos de mi carne que yo he hecho. Pero, a veces, diría que siempre, tengo la impresión de que el lenguaje, las palabras, se interponen entre ellos y yo, y suprimiendo torrencialmente puntos, comas, explicaciones obvias, descripciones inútiles, los acerco en bloque a mi terror, soy como un ciego debatiéndome entre las alambradas de púa del idioma, entre manos, ojos, pies, bocas, pautas, preceptos, camisas que quieren incorporarme o hundirme, pugnando por salir o, más bien, por acercarme a mis personajes. Tal vez este deseo y esta fiebre dan la sensación de vertiginosidad, de totalidad, a un estilo que quiere abarcarlo todo de una sola vez. Estilo angustioso, acezante no por afán de improvisación, sino por necesidad de profundidad, es decir de realidad. Porque todo arte que no refleja su tiempo presente está condenado a morir mañana o pasado mañana, no atravesará el tiempo, como deseaba Proust para todo arte verdadero. Mi ideal sería llegar a escribir como respiro, con la extrema sencillez que lo hace esa estupenda improvisadora que es la vida.
“Prólogo” de Los mejores cuentos de Carlos Droguett, Editorial Zig-Zag, 1967.
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