Escribo para olvidar, esto es un hecho, necesito
meter un poco de tranquilidad en mi alma, necesito descansar, necesito dormir, Dios sabe, sólo Dios
sabe que hace diez meses que no duermo, aunque él
tampoco dormía, bien lo recuerdo. No puedo dormir, no puedo olvidar, no puedo olvidarlo, sólo por
eso escribo, para echarlo de mi memoria, para borrarlo de mi corazón, tal vez después decida morirme o no vivir, porque él, su figura menuda y pálida,
con ese aspecto sucio del sufrimiento, era lo único
que me ataba a este mundo, a esta silla, a este trozo
de madera en que escribo, pero lo olvidaré, escribo
para olvidarlo, sé que lo destruiré totalmente, como
él me destruyó sólo con salir corriendo aquella tarde. Él bien sabía que yo lo necesitaba, sabía, como
lo sé yo y me lo digo a veces, que él me necesitaba,
que yo era su mundo, como él era el mío. ¿Por qué
salió huyendo, entonces, sin siquiera entregarme su
mano, sin rozar su rostro fugaz, su puñado asustado
de pecas contra mi barba canosa? Yo sabía que él
estaba llorando ahí afuera, lo presentía, más bien,
mientras sentía mis propias lágrimas, días más tarde creía oírlo sollozar todavía en el suelo frío de la
cocina, ahí, en ese rincón amable que él limpió con
el roce de sus piernas durante muchas noches. Llegó como se fue, sin motivo, sin explicaciones, casi
sin lágrimas, sin sollozos, una soledad lo trajo y
otra soledad se lo llevó, me he quedado solo, completamente solo, porque ahí está el gastado rincón
de baldosas donde dormía, pues nunca quiso usar
la cama que juntos fuimos a comprar a la feria, ahí
está su plato, duro y hostil de puro inservible, como
si él jamás hubiera pasado por el pasadizo, golpeado
la puerta de la calle […]
Claro que en momentos de calma, en las tardes antes de comer, los domingos por la mañana cuando
regresábamos del matadero, me contaba su preferencia por los perros, por mirarlos, por verlos caminar, por observarlos cuando, al encontrarse una
piara de perros vagabundos en la calle, se huelen
con fruición, con verdadera ciencia y verdadero
arte, abarcándose totalmente, reconociéndose, recordándose, sin gruñir, sin mostrarse los dientes,
sólo esgrimiendo los olfatos como una lupa para
buscarse y encontrarse y recordar calles, plazas,
basurales, conventillos, zaguanes, cementerios,
huertos, mendigos, ciegos, refugios, hospitales, líneas de tren, orillas de río, casas cerradas, puertas
cerradas, ventanas cerradas, cerrojos, candados,
cadenas, alambradas, espinares, collares, lazos, bozales, balas, botas, laques, cuerdas, horcas, insultos,
escándalos, maldiciones, trozos de pan duro, toses,
llantos, aullidos, nubes, lloviznas, barro, ciudades,
aldeas, humos que se van volando, humaredas, llamas que se arrastran, gritos, insultos, alaridos, rezos, procesiones, banderas, lavaza, ollas, huesos,
huesos, hocicos abiertos, colas que se van huyendo,
patas que se van cojeando, tarros, vidrios, sangre,
ropas mojadas, ropas duras, esqueletos, arañas, gallinas, gallos violentos, hombres furiosos, mujeres
lúbricas, dormitorios, espejos, leche, leche, papeles,
papeles oliendo a carne, papeles oliendo a pescado,
papeles oliendo a remedio, vino, borrachos, pacos,
pitidos, sirenas, bomberos, escombros, derrumbes,
ayes solitarios, gritos sin boca, cuerdas sin perro,
balas sin revólver, zapatos, zapatos, zapatos, pies
desnudos, gatos, gatos engrifados, viejas engrifadas,
escobas, moribundos, camisas de dormir, duelos,
guitarras, bailes, guaguas en el suelo, guaguas en el
cementerio, frailes, frascos, luces, campanas, campanillas, palmatorias, velas encendidas, velas apagadas, cerros, cerros, cerros, calles solas, árboles,
árboles rotos, árboles aplastados, potreros, ahí se
separan, unos tornan a la ciudad, otros tornan a las
patadas y los gritos, se van aplastando, se van solos,
me explicaba Bobi.
Patas de perro, Editorial Zig-Zag, 1965.
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