La aceleración de la historia es un asunto de creencias. Ella introduce en el mundo social cambios fundamentales y sugiere al mismo tiempo que los suscribimos. Pero si los individuos están prestos a admitir una nueva creencia en lo que respecta a la naturaleza cambiante del presente, han de adaptarla aún a sus creencias precedentes. Este conjunto de creencias disponible proporciona así respuestas variadas cuando las personas reaccionan a dilemas situacionales e intentan conciliar su interpretación de la realidad con el nuevo espíritu de la época.
Durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial, el ensayista alemán Sebastian Haffner anotó en el manuscrito de sus memorias que antes del
fatídico año 1933, durante el cual Hindenburg nombró canciller a Hitler, todo
el mundo era aún más o menos capaz de ser coherente consigo mismo. Algunos acontecimientos podían superar a los individuos y adquirir proporciones
gigantescas, pero la esfera de la vida privada seguía relativamente indemne,
al abrigo en cierto modo de la trampa institucionalizada. Pero el presentimiento de la locura totalitaria indujo a quien poco después iba a iniciar, durante su exilio londinense, una carrera de periodista a pensar que un acontecimiento es decisivo stricto sensu cuando afecta al dominio íntimo hasta el punto de sacarlo de quicio y formular casos de conciencia inextricables. La
historiografía clásica no prestó atención durante mucho tiempo a las variaciones de intensidad individual suscitadas por esa especie de terremoto que hace
presagiar de repente lo peor. Prefirió interesarse por las modificaciones de
paso igual y regular que suelen darse en la mayoría de los regímenes políticos. Sin duda, el ascenso del nacionalsocialismo es una experiencia extrema
de cambio de la velocidad histórica. Al contrario de las dinámicas en evolución constante, que privilegian el escenario psicológico de la adaptación tranquila a las continuidades largas, todas las aceleraciones de la historia tienen,
cuando se producen, la consecuencia de electrizar en grados diversos el sistema nervioso de una sociedad y quebrantar el armazón de las identidades personales.
Más recientemente, las aventuras europeas de las «revoluciones de terciopelo» han mostrado que las rupturas de cadencia del proceso histórico son
casi siempre inesperadas en el orden de la vida cotidiana. La evidencia de un
cambio grande se impone a menudo con la fuerza de una sorpresa. La reconocemos mediante unos signos indudables, como la abolición inmediata de las
viejas fronteras administrativas, un grado inusual de efervescencia social y
una intensificación palpable de las expectativas colectivas. El marco tradicional de la experiencia se embarulla de repente, y los acontecimientos se enlazan unos con otros como los vagones de un tren cuya dirección ignoran los
viajeros. La imagen canónica del tren del tiempo que va cada vez más rápido,
mientras los paisajes se suceden al ritmo de una alternancia colorida, está en
el centro de las filosofías del progreso, que organizan el cambio en relación
con un terminus ad quem. Y cuando falta el conocimiento de la meta, esta
imagen nos muestra el sentimiento general, sorprendentemente vago, que
prevalece en esos instantes y que se escapa al lenguaje claro de la narración
omnisciente, mientras que la amplia paleta de impresiones penetrantes que lo
caracterizan expresa la unidad huidiza de la época en plena metamorfosis.
Las aceleraciones de la historia reaniman la existencia en común. Alertan a
las consciencias individuales de transición en los dos modos conjugados del
sobresalto y el estremecimiento. Valoran sobre seguro la sensación del esfuerzo mediante el cual intentamos caminar al mismo ritmo que el proceso
que se embala y retardan la inteligencia del camino que se habrá recorrido
realmente. En otro contexto, John Dewey, confrontado con la impaciencia atmosférica de los años veinte del siglo XX, se interroga sobre las condiciones
para ordenar bien un espacio público demasiado móvil que los avances tecnológicos recientes no dejan de reformular. Esta observación inquieta, que se
basa en las diferencias de ritmo que provocaron los progresos científicos, no vale sólo para la sociedad americana de entreguerras. Reivindica la necesidad
de esforzarse en reunir los ingredientes del sentido común cuando las aceleraciones de la historia no indican por sí mismas una destinación precisa.
...
Pequeña filosofía de la aceleración
de la historia *
OLIVIER REMAUD 1
École des Hautes Études en Sciences Sociales, París
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