miércoles, 7 de junio de 2023

Expresiones faciales descontroladas ante la aceleración de la historia y reducción del presente


Expresiones faciales descontroladas  ante la aceleración de la historia y reducción del presente. Ejemplo gráfico nº3.

Si la gente que vivió antes de nosotros hubiera demostrado que su modo de vivir fue el único posible, entonces la historia sería inútil. Hombres y pueblos sin futuro –que no esperan ningún después– “son hombres y pueblos incapaces para futurizar, incapaces para romper el ritmo de sucesión, de la edad y de la duración para recomponer la marcha misma del tiempo, para dar otro tiempo al tiempo” (Ellacuría, 1991: 345). Ningún conocimiento sobre el pasado permite juzgar a la historia como un almacén donde se guardan las fórmulas o las recetas que nos otorgarán la oportunidad de resolver todos los problemas que nos acosan en el presente y de definir quiénes somos en la historia y qué significa la historia en relación con nosotros. Cada tiempo da su respuesta a esta interrogante y ninguna resulta definitiva para quienes viven en otros tiempos; quizá por eso se tiene la impresión de que nadie es capaz de aprender algo del estudio de la historia para sus fines prácticos, impresión que, por su sentido, es equivalente a otra afirmación: de la historia se puede deducir todo y cualquier cosa. La historia no es un proceso de aprendizaje del cual podría deducirse alguna sabiduría válida para todos los tiempos y pueblos, pero, en el aspecto que nos concierne, siempre existe una continuidad específica que provoca que las significaciones y los valores creados tiempo atrás pervivan y tengan continuidad política o cultural. 

Si el historiador ve la historia con los ojos de los agentes del drama del pasado referido en sus trabajos (lo que no excluye, sino presupone, el uso retrospectivo de la categoría de lo posible), la mirada filosófica, con el trabajo del historiador como punto de partida, se concentra en la visión del hombre contemporáneo que aspira a ver en la historia la propia imagen proyectada en un futuro. 

Si la historia es la duración en que vemos el tiempo desde el pasado, la filosofía de la historia es la precesión en que vemos el tiempo desde el futuro: el futuro es el que configura el pasado. 

El historiador de nuestros días, no importa qué época estudie –Antigüedad, Medievo, Renacimiento o Modernidad–, es nuestro contemporáneo porque vive en la misma época que nosotros. Su contemporaneidad está presente en los métodos y conceptos que aplica al estudio del pasado, en la base empírica de que dispone y en los objetivos con que explora su material. Basta comparar los trabajos de los historiadores contemporáneos con las obras correspondientes de otros periodos históricos para observar diferencias significativas en los aspectos fáctico, metodológico y conceptual; el cambio en la exposición histórica casi siempre refleja un cambio en la manera de entender su presente, de hallarlo problemático o de vivirlo de otro modo. 

A todo historiador le queda claro que su ciencia, como cualquier otra, depende de su tiempo, de su entorno sociocultural y del nivel general en que se encuentra el conocimiento científico de su país. Nosotros juzgamos la pertinencia del conocimiento del historiador, sobre todo, con base en su capacidad para explicar cada vez más plena y objetivamente la vida de los hombres en las diferentes etapas de la historia. El objetivo de sus estudios históricos, desde luego, puede cambiar, pero no cambia la aspiración del historiador a estudiar el pasado como tal, aunque no necesariamente implique preguntarse, en sentido filosófico, cómo debe vivir él mismo en la historia. El historiador tampoco obliga al otro a una acción, sino que lo ilumina cuando éste decide realizarla. Si la historia como profesión es una respuesta a interrogantes planteados por las generaciones pasadas, las cuales retomamos y tratamos de interpretar en calidad de historiadores, entonces la historia presente plantea ciertas tareas sin permitirnos estar satisfechos con lo alcanzado. Pero, en este caso, ya no se trata del sentido de la historia como ciencia, sino de la historia como un presente actuante en el que tenemos que convivir junto con un futuro siempre complejo, contingente e inseguro. El pasado posee tal dimensión temporal que la complejidad, la contingencia y la incertidumbre –inherentes a la generación que vivió su presente– resulta reducidas; este es un hecho innegable que constituye una premisa fundamental de la visión histórica. Conocer la historia y vivir en ella son dos cosas distintas. El hombre vive en la historia no porque la conozca, sino porque experimenta una satisfacción –o más bien insatisfacción con su modo de vida. Unos quieren mantenerse y otros vivir de otra manera, he aquí “su historia”. Para ellos, el pasado no es objeto de conocimiento, sino un punto de partida, ya sea para resistir a los cambios o para adquirir otra cualidad. Vista de esta manera, la historia no es una respuesta, sino una pregunta dirigida a los hombres, es un problema que cada vez debe resolverse de un modo distinto. Como observa atinadamente Savater (1996: 41), “la insatisfacción es la reacción más general, espontánea y desinteresada que han consignado los humanos respecto a lo que en cada momento histórico constituía su presente… Siempre han tenido buenas razones para ello. Las mismas que asistían a Borges cuando acotó, hablando de uno de sus antepasados: «le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir»”. Quizá, entonces, los seres humanos se mueven en la historia porque ésta, en cierto sentido, no les satisface. Su contemporaneidad consiste no tanto en que conocen mejor la historia que sus antepasados (lo que, indudablemente, tiene lugar), sino en que simplemente quieren vivir de manera diferente a la de sus antepasados. Si careciéramos de importancia en la historia, entonces la historia tampoco tendría valor para nosotros; pero normalmente esto no es así. El hombre siempre es alguien en la historia (quizá el hombre no teme morir, sino morir siendo insignificante) y, por lo tanto, la historia tiene algún sentido para él; el valor de la historia siempre es específico, es decir, se revela de diversos modos en diferentes épocas, culturas y pueblos. No obstante, en cualquier caso, la historia no es una simple suma de los datos o testimonios sobre el pasado fijados en los documentos o crónicas, sino una imagen general obtenida del contexto del ser individual y social del hombre, quien ha tenido la responsabilidad de sí mismo y una posibilidad de elección. El hombre –cualquier hombre– que está predestinado a vivir en el presente no tiene derecho a ignorar aquello que le informa la investigación histórica objetiva, lo que, normalmente, “pone entre paréntesis” cuando trata de resolver el problema de sus propios valores individuales y de su propio destino. La historia nos enseña, entre otras cosas, que nuestras convicciones personales son primarias respecto a cualquier estrategia de acción histórica; es un error de la ideología historicista creer que el proceso histórico contiene en sí las garantías del humanismo o de la felicidad, y que el hombre tiene que buscar en la historia su predestinación o considerarse un deudor de ella. La historia no es una hada-madrina que por sí sola puede organizar la vida humana de un mejor modo. La tarea principal de la orientación histórica reside en constituir un marco en donde el hombre tome en consideración las tendencias objetivas del desarrollo social, pero no para elevarlas al grado de finalidades últimas e incuestionables que debe aceptar sumisamente, en detrimento de sus convicciones morales y de sus esperanzas sobre el advenimiento de una sociedad más segura, justa y equitativa.

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Mijaíl Málishev Krasnova, Pedro Canales Guerrero La aceleración de la historia y la reducción del presente Ciencia Ergo Sum, vol. 7, núm. 1, marzo, 2000 Universidad Autónoma del Estado de México México 



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