Un Oscar ya para esa gente que sale en los paquetes de tabaco echando los pulmones por la boca.
Un Bafta a los anónimos artistas de cuneta tapados con una sabanita en mitad de la puta carretera.
Una medalla para Billy Elliot. Por enseñarnos a volar.
Un Pulitzer a mi vecina Amparo, que en lo que dura un ascensor te cuenta que
a la del segundo, la han visto con otro. A las tantas. Y que venía borracha.
Una larga ovación para mi madre, que está nueve veces operada de cadera. Mi Frida Kahlo. Mi faro en noches de tormenta.
Un Grammy a esa canción de aquel señor con aquella cosa tan grande en la cara...este...lo tengo en la punta de la lengua...Battiato, coño.
Un premio Nobel para aquellos que escriben
las etiquetas de la ropa.
Un hurra por todos los valientes que olvidan los paraguas en los bares.
Un minuto de silencio por las flores de jarrón.
Y otro por Maripili. Que se quedó esperando al novio vestida de blanco nuclear.
Un estatua, una estatua para Bundy. ¿Qué quién era Bundy? Mi perro, joder.
Una rotonda para el gordo del colegio; una calle para Tom de Finlandia.
Oro para Eusebio, el cura de mi pueblo, que el día de la Virgen del Carmen colgó una bandera arcoiris en el campanario.
Un Goya para “¿Has visto mis gafas?”: el musical.
El Record Guinnes, para la peluquera de mi barrio. Nunca me había hecho tantas pajas. La quería creo, aunque yo sólo tuviera doce años y la nariz pegada a los cristales.
A ti, cómo no, toda la tinta que Francis Cabrel derramó.
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