sábado, 7 de abril de 2018

Una sonrisa para recordar



Teníamos peces dorados que daban vueltas y vueltas en círculos en un estanque sobre la mesa cerca de las pesadas cortinas que cubrían la ventana laminada y mi madre, siempre sonriendo, queriendo que todos nosotros fuésemos felices, me decía, “¡sé feliz Henry!” y estaba en lo cierto: es mejor ser feliz si se puede pero mi padre continuaba golpéandonos a ella y a mí varias veces a la semana mientras se embravecía por dentro su armatoste de 6.2 pies porque no podía comprender que era lo que lo atormentaba en su interior.
Mi madre, pobre pez, queriendo ser feliz, recibiendo palizas dos o tres veces a la
semana, diciéndome que fuera feliz: “¡Henry, sonríe! ¿Por qué nunca sonríes?”

Y entonces ella sonreía, para mostrarme cómo hacerlo, y era la sonrisa más triste que jamás haya visto. Un día todos los peces dorados murieron, los cinco, flotaban en el agua, sobre sus costados, con sus ojos aún abiertos, y cuando mi padre llegó a casa se los lanzó a los gatos ahí mismo en el piso de la cocina y nosotros contemplábamos mientras mi madre sonreía.

... 
Una sonrisa para recordar, Charles Bukowski.

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