sábado, 14 de enero de 2017

Drogado




La primera vez te santificas, bendices a quienes se ríen con fuerza de tus heridas.
La segunda vez, maldices el evangelio que se escapa de entre tus dedos y de entre tus dientes.
No hay tercera vez. La tercera vez son todas las veces.
Él parece sorprendido. Es un ángel que oculta su aureola tras la espalda y que esconde las marcas que dejaron sus alas al arrancarlas. 
Dios, si estás ahí, si estás escuchando, quiero que sepas que me haces sentir sucio. Atrapado en el barro, a medio camino entre lo que soy y lo que quieres que sea.
Lo que no te dicen ni Dios ni el Ángel es que se puede crecer incluso en la más fangosa de las aguas; ni que te puedes perdonar cualquier cosa a ti mismo.
Lo que no te dicen ni Dios ni el Ángel es que la máscara que llevas para sobrevivir no tiene por qué ser lo que eres. Ni tienes que ser lo mismo que eras ayer, ni saber lo que vas a ser mañana.
Intentas recomponerte, aunque eso signifique sacar al monstruo para que todos lo vean.
Haces todo lo necesario para sobrevivir.
Todo es extraño.
Aquí es donde te pierdes.
Tu piel es extraña.
Tu voz suena estrangulada.
No hay espejos.
Te sientes traicionado.
Abandonado.
Ni Dios ni el Ángel te dicen porqué te han abandonado.
El final está lejos de aquí, más allá de los prados baldíos.
El final está posando la mirada sobre la línea del horizonte.
¿Quién sabía que el sacrificio era tan profano?
En comunión, una mano en la garganta y otra en el corazón sirven para olvidar cada palabra, excepto su nombre.




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