Probablemente Hugo Vera sea un inadaptado social, un tránsfuga, una suerte de carrilero suplente en un partido de fútbol navideño. Probablemente Hugo Vera sea un estafeta o chófer de unas pompas fúnebres que por las tardes de bruma huye de las oficinas y de los ataúdes y camina libremente a orillas de la costanera de Puerto Natales. Es probable. No lo podría asegurar. Pero ese tipo al que se cataloga de poeta o de prosista muerto de hambre y que suponemos no sabe cómo capear el temporal de los tiempos modernos, me parece uno de los escritores más lúcidos de las últimas décadas. Eso es también probable. Con seguridad se me vendrán encima los intelectuales que llenan los muros virtuales con sus mutuos artículos de ficción. Me incluyo entre ellos. Porque con visos de certeza escritores como Hugo Vera no se dan día a día. Ni en varios años. Ni en un lustro o una década. Ni son sacados de la chistera de un prestidigitador para ensuciarnos de golpe la alfombra mullida de nuestras casas. Es probable que a Hugo Vera le interese un comino si lo leemos o no. Quizás se haya inventado a sí mismo y deletrea sus espacios más íntimos disfrazado de fracaso, de vendedor ambulante o se crea dueño de un almacén de menestras que no le pertenece. Allí, es probable, que se cobije de los avatares de la sociedad pacata en que le ha tocado por desgracia mimetizarse. Él lo sabe. O es de presumir que lo intuye. Por eso ha inventado un blog donde se lee y se descubre haciéndonos creer que cuenta las historias de un hijo de vecino. “Es un crápula, un bebedor de fantasmas, un zángano de tomo y lomo”. Han de ser los comentarios en sordina de quienes lo ven pasar picota al hombro en la tarde crepuscular. Es que Hugo Vera se recubre de obrero real para no morirse de hambre, porque si de él dependiera se habría hecho monje y habría conocido a Gandhi o al Loco Pepe, sin establecer entre ellos ninguna diferencia. Les habría invitado un vaso de vino y basta. Un abrazo fraterno, y basta. Y es probable que si alguien le hiciera un comentario de mal gusto escupiera entre dientes alguna hebra de pasto y lo miraría con sorna o con burla o con una sonrisa carcomida por el viento de la Patagonia. Es que Hugo Vera nació para la soledad y en la soledad se mueve como pez en el agua. Ni siquiera eso: sino como pez dentro de un acuario, un acuario que se desplaza en invisible silencio por el espacio y desde donde sus ojos de axolotl divisan el mundo que se despedaza allá abajo. Y es que Hugo Vera ha aprendido a sobrevivir con su mochila a cuestas y su descrédito por la vida ajena no es un desprecio de utilería. Y es probable que ni siquiera sea desprecio ni resentimiento, como quieren etiquetarlo las comadronas de un centro de madres o del Club de Pesca y Caza de su ciudad natal. Nada de eso. La agonía de Hugo Vera es una clara y serena decepción por el inmaculado pecado agusanado del mundo liberal. ¡Qué va! Tampoco es eso. No se parece a nadie en particular y es una muestra rotunda de nuestra decadencia occidental. Y, es probable, que nos haga creer también que esa decadencia le pertenece. Es que Hugo Vera, en su destierro voluntario, se ha hecho de enemigos que apenas resisten el apelativo de esclavos, pero sus amigos escasos lo veneran, lo respetan y leen sus frases sintiendo que golpea casi siempre bajo el cinturón. Y aunque es odioso de los iconos y de las estatuillas se ha ganado un lugar “inmaculado” en las letras de este país. Aunque, obviamente, nadie lo sabe, salvo dos o tres de sus lectores más insobornables. Y eso es relativamente claro, como visión de un triste clarividente que anuncia el ocaso y la aparición de un sol muerto entre las estrellas. Su sitio no puede ser ocupado por nadie más que por el mismo. Nació para escribir y para escribir ha nacido, frase ramplona que repudiará al instante. Pero es que no se me ocurre demasiado luego de leer su “inmaculada decepción,” esa prolongación en clave de sus poemas y relatos en prosa que periódicamente recrea en su blog del mismo nombre. ¡Un escritor, señoras y señores! ¡Un escritor de verdad! Una especie en extinción que levanta su tienda de campaña en la cabeza de los escépticos y de los mentirosos, que se acuesta con reinas y con prostitutas, que no venera al dios de San Sebastián ni al de las montañas del Tíbet y que, como dice un amigo, si por esos avatares del destino fuera ungido Papa, tampoco creería en Dios. Un escritor que sucumbe cada mañana y que resucita con la noche, al amparo de un vaso de vino, un cigarrillo, y un espejo deforme donde ve a su través el destino humano.
Bienvenido entonces, escritor de los milagros cotidianos y guerrero de la hipotermia cerebral. Nada hay de pecaminoso en tus escritos hechos con sudor y sangre, algo de bilis y bastante desfachatez sobre el rimbombante caminar de nuestros universos simiescos revestidos de frac y de humitas post modernas. Que sigan tus palabras sacudiéndonos las entrañas y haciéndonos sentir que nadie vislumbra mejor que tú la agonía del mundo. De nuestro mundo...
Juan Mihovilovich
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