domingo, 30 de noviembre de 2014

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL INSERSO


Los veía algunas veces en la plaza
que hay al lado de mi casa. Ella andaba
por los setenta y cinco; él debía de andar
más cerca de los ochenta que otra cosa.
(Usaba gafas y solía llevar boina;
tenía una cara afilada y blanca
que me recordaba las últimas fotos
del poeta Jorge Guillén.)
Se reunían en uno de los bancos,
entre la fauna habitual de pensionistas,
yonquis buscándose la vida,
marujas con los pies hinchados
y parados de larga duración.
A ella ya la recordaba
de haberla visto recostada
contra el tronco de un árbol una tarde,
con la falda subida hasta las caderas
y las piernas abiertas, regando las baldosas
con plácidos chorros de orín
que amarilleaban a la luz del sol,
sin que nadie se inmutara.
(Puedo asegurar que en esa plaza
la realidad supera a la ficción.)
El modus operandi del abuelo consistía
en deslizar una huesuda zarpa
entre los botones del vestido de la anciana
y masturbarla con aire ausente y circunspecto,
mirando a un lado y otro para asegurarse
de que nadie los veía. De vez en cuando,
cuando su excitación le superaba,
se inclinaba y aumentaba el ritmo con la diestra
mientras masajeaba con la izquierda
uno de los pechos de su compañera.
La vieja alzaba los ojos, boquiabierta,
sin que pareciera mirar a ninguna par
ni estar sintiendo nada especial,
y hacía muecas que quizá quisiesen dar a entender
la zafiedad de su masturbador.
Hay escenas fuertes —guerras, crímenes,
ejecuciones, imágenes de tortura o brutalidad—
que se supone que se te quedan grabadas
para siempre; y sin embargo
no creo haber visto nada tan exactamente fuerte
como aquello. Me hacía sentir una asquerosa
mezcla de repugnancia y atracción malsana,
un escalofrío realmente difícil de explicar.
Como digo, hace ya tiempo
que no los veo. Quizá se hayan marchado
en busca de climas más propicios para el amor.
Tal vez sigan con sus juegos amatorios
en el oscuro rincón de algún asilo.
Aunque puede que acabaran discutiendo:
la última vez que los vi, eran tres.
Se les había añadido otra anciana
y Guillén tenía que hacer serios esfuerzos
para coordinar la paja simultánea
y mantener además la vigilancia.
De pronto, su consorte original
se levantó del banco
y se alejó —rascándose entre las piernas
para luego olisquearse el dedo—
recriminándole algo en voz alta
al senil donjuán.
Guillén acabó
la sesión frustrada de esa tarde con la carabina
y desde entonces no los he vuelto a ver.
Algo me dice
que los voy a extrañar;

...
Roger Wolfe
(De Cinco años de cama, inédito)

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