Las palomas malditas se cagan en los autos
apenas salen de la lavadora,
como si tuvieran algo en el pecho,
o en la cola, que les atravesara el alma.
Es común escucharlo en una conversación cotidiana
y luego viene el comentario de que es de buena suerte.
Saben bien cuándo deben abrir sus esfínteres
al viento y botar sus misiles blancos.
Intuyen cuando el metal está reluciente
como las amas de casa lo hacen
con la ropa tendida antes de la lluvia,
como los elefantes antes del tsunami,
como los payasos antes de la carcajada.
Cattelan las puso cagándose en todo
en la bienal de Venecia en el 97. Por eso allí
es prohibido alimentarlas desde hace algunos años.
¿Son animales de paz?
¡No!
Acuérdense de las narco-palomas
en las cárceles de Costa Rica o Argentina,
de las palomas mensajeras en las guerras de la historia,
de la criptococosis, histoplasmosis, salmonelosis, encefalitis.
Lo siento, ONU.
Lo siento, hippies.
Lo siento, Espíritu Santo.
Las palomas son seres abominables
que andan con sus piquitos hipócritas
y comiendo de la mano de los ancianos o niños
para causar ternura ante los ingenuos.
Alguien limpia su carro con una franela
después de que una banda(da) de palomas pasara
y con una lágrima me dice, casi susurrando:
¿Sabías que las pobres son monógamas?

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