Me ausento de Madrid, del sonido del teléfono y del ruido de barrio, del tráfico, de los atascos, de la presencia continua y de los compromisos sociales. No veo exposiciones, ni voy a conciertos, ni de compras, ni a librerías ni a bibliotecas, ni a ferias ni a galerías de arte ni a tiendas de diseño. No reservo mesa en restaurantes, ni tomo gin-tonics en terrazas llenas de gente con gafas de sol a las diez de la noche. No me interesa el futbol, ni las manifestaciones políticas, ni los bares de copas, ni las discotecas. No hago la maratón, no paseo por el retiro y no nos encontramos en Metro Callao. No soy. No estoy, lo dejo, me voy, me ausento.
Nadie se da cuenta. Todo sigue igual pero sin mí. Me imagino como una pieza que nadie nota su falta, por innecesaria. No hago falta, nadie me necesita, nadie sabe donde estoy y nadie necesita saberlo.
No estar.
Y lo que tengo es el silencio. Camino en silencio por senderos despoblados hasta que siento estar fuera del mundo. Me olvido del hueco que dejo y me reduzco a un cuerpo en medio de la nada. Solo y perfecto, sintiendo el calor y el sudor al caminar sin nada más que el asombro ante un paisaje ajeno y nuevo donde solo se escucha el aliento de mi propia ausencia.
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