Millones de personas que sienten amor por el apocalipsis y que imaginan el final de los tiempos como un medio rápido e inminente de liberarse de las dificultades y sinsabores de la vida.
Domina aquí una voraz curiosidad y una obsesión casi enfermiza por averiguar si los hechos pasados, presentes y futuros se ajustan a lo que dice la Escritura, que más que Palabra de Dios se asemejaría a un libro de complejos significados que tan solo unos pocos serían capaces de descifrar, pese a que nadie les haya ungido como profetas.
Mucha gente que piensa que vivimos en el tiempo inmediato al final, como en la última fase de un videojuego o película de ciencia ficción, buscando en la biblia y en particular en el capítulo 13 de San Marcos, donde Jesús se refiere a la destrucción de Jerusalén y al fin de los tiempos, poco después de que sus discípulos expresaran su admiración ante la belleza del templo.
Este pasaje es a la vez una llamada a no considerar nada como definitivo en este mundo, y refiere algunos ejemplos históricos en los que los acontecimientos, que nunca son ajenos a los designios de Dios, han echado abajo la seguridad de haber edificado un reino de Dios permanente en la tierra. Sucedió en el año 410, cuando los visigodos de Alarico saquearon Roma, un preludio de la caída definitiva del Imperio, pero que es algo inexplicable porque unos treinta años antes el cristianismo había pasado a ser la religión oficial romana. ¿Y qué pensar de 1348, el año de la Peste Negra? Es una época en la que la pandemia afecta a la mitad de la población, en que se inicia la Guerra de los Cien Años entre ingleses y franceses, y en el que la Cristiandad se desgarra con el traslado del papado a Aviñón y el posterior cisma de Occidente. ¿Dónde quedaron entonces las esperanzas puestas en la Cristiandad medieval? En la batalla de Hattin (1187) Saladino derrotó aplastantemente a los cruzados, y no les salvó el que hubiera llevado al combate desde Jerusalén la reliquia de la Vera Cruz.
El cristianismo es la religión del amor. El problema radica en que el amor de Dios, ofrecido gratuitamente hasta el extremo de la cruz, puede ser rechazado. Lo subrayó san Francisco de Asís en su entrevista con el sultán de Egipto en 1219: “El amor no es amado. El amor siempre es crucificado en este mundo”. Por eso la esencia del pecado, como bien señala el autor, es no dejarse amar por Dios. De ahí que la conversión no consista en adoptar una identidad cristiana sino la acogida del amor de Dios encarnado en Cristo. Con todo, una reacción muy frecuente es la de pedir a Jesús que se aparte de nosotros, del mismo modo que hicieron los gerasenos, ávidos de las ganancias derivadas de sus piaras de cerdos y que no valoraron la curación de un endemoniado (Mc 5, 1-20).
Frente a la mentalidad apocalíptica, es preciso leer el evangelio, si bien no es un manual de sabiduría que nos da consejos para afrontar las dificultades. Es la revelación del reino de Dios. Además, es una invitación a velar, a no alarmarse y a no tener miedo, pues en toda crisis “hay una victoria final del proyecto de Dios”. Tenemos que ver el reino de Dios dondequiera que se encuentre. No es, sin duda, una casualidad que, poco antes de su discurso sobre el final de los tiempos, Jesús haga un elogio de la viuda que da como limosna para el templo todo lo que tenía para vivir (Mc 12, 41-44).
Todos los tiempos son difíciles, pues la fe no es un lujo para tiempos de calma, ni tampoco es un tranquilizador deísmo. Podría decirse que siempre estamos al final de los tiempos, pero lo externo no es lo más importante. Para un cristiano lo importante es la actitud interior, pues de otro modo viviremos de forma permanente en inquietud, en una interminable espera en la que la imagen de Cristo, del Cristo del evangelio, irá quedando relegada a un plano a la vez formal y secundario.
Imagina ahora un mundo ateo, igual al que vivimos, donde Jesucristo sea un actor secundario, pero lleno de señales que indican que el apocalipsis se acerca y no tendrá ningún dios que sirva de sponsor.
Sin Dios, los humanos acabaremos con nosotros mismos sin excusa ni compasión, haciendo único caso a nuestra razón destructiva y autodestructiva.
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