¿Fue la obra de Buñuel, en rigor de verdad, tan irracional, reaccionaria y anticultural?
Si hay algo surrealista en la cinematografía universal, sin duda alguna, ese algo fue, es y será Un Chien Andalou (Un perro andaluz, 1929), ópera prima y fundamental del maestro Luis Buñuel. Lo surreal surge ya desde el propio título del film, ya que la historia contada en 16 minutos, si es que hay historia, no habla de perros de ninguna raza ni nacionalidad. Es más, en toda la cinta, no aparece can alguno.
Conocida es la anécdota del origen de Un perro andaluz. Salvador Dalí, coetáneo amigo del realizador, había soñado con hormigas que le cubrían su mano y se lo contó a Buñuel. Este, a su vez, había tenido otro sueño fantástico, una navaja cortando la luna en dos pedazos. Así, como una suerte de inspiración onírica telepática de dos mentes particularmente privilegiadas y hambrientas de esparcir su arte, se engendró el cortometraje que significaría el inicio del surrealismo cinematográfico y, al cabo del tiempo, se erigiría en un nuevo manifiesto del ideario surrealista, tal vez hasta más contundente que el de André Breton de 1924, como enseña por antonomasia, de uno de los movimientos estéticos más influyentes de la historia del arte contemporáneo, preclaro punto de referencia de los movimientos vanguardistas surgidos con posterioridad.
Fantasía sin sentido alguno (por lo menos, aparentemente), sin explicación ni argumento, la película fue pergeñada de esa manera, intencionadamente caótica, pero con un claro objetivo subyacente: impactar mediante la imagen y aguijonear el subconsciente del espectador. “Nada tenía que ver con la vanguardia cinematográfica de entonces. Ni en el fondo ni en la forma”, comentaba un Buñuel que llegó a ocultarse tras el escenario, invadido por oscuros presagios sobre la negativa acogida que podría tener el film. Armado con piedras, pensó que los críticos lo iban a “linchar”, literalmente, y si bien la sangre no llegó al río, la cinta fue centro de denuncias por obscenidad y crueldad, y reclamos de prohibición de su exhibición.
Lejos de ser un cineasta obvio, directo o de narrativa simple, Buñuel fue un provocador, un artista incalificable, dueño de una particular y atractiva forma de expresar su sentir y su pensar, nunca expuestos en la superficie ni en la inmediatez de la comprensión, sino solapados en oscuros recovecos de la razón y la imaginación. Como un primigenio ángel exterminador de la narrativa fílmica convencional, denominada “modo de representación institucional”, buscó liberar al séptimo arte de la mochila de la mímesis aristotélica, así como ya la literatura y la pintura lo habían hecho.
En colaboración con Jean-Claude Carrière, guionista favorito en sus últimos años, el cineasta de Calanda escribió Mi último suspiro (Plaza & Janes, 1982), su célebre libro de memorias, en el que reiteradamente expone su más rotunda negativa a explicar Un perro andaluz. “Es una serie de imágenes colocadas en el orden en que acudieron a mi cerebro”, consignó con su característica frontalidad, vaciando la obra de toda lógica narrativa. «Escribimos el guion en menos de una semana, siguiendo una regla muy simple: no aceptar idea ni imagen que pudiera dar lugar a una explicación racional, psicológica o cultural”, insistió el aragonés.
Con su impronta personalísima, cimentó los primeros brotes del movimiento surrealista en un cine en pañales, cuya estética sería imitada años después por renombrados cineastas como Stanley Kubrick, Lars von Trier, David Lynch, Woody Allen y Alfred Hitchcock, entre otros. Recién llegado a Madrid para estudiar Agronomía a los diecisiete años, en la Residencia de Estudiantes de esa ciudad, trocó sus metas académicas hacia la filosofía y las artes cuando se cruzó allí con dos jóvenes y brillantes mentes. El ya mencionado Salvador Dalí, y Federico García Lorca quienes, en pintura y literatura, compartirían la militancia surrealista.
A través de ese movimiento, cercano al dadaísmo, y con el concepto de inconsciente recientemente descubierto por el psicoanálisis freudiano, se propusieron subvertir la creatividad misma, aprovechar su fertilidad, sembrándola de abstracciones, caos y espontaneidad, extraídas del más puro y profundo subconsciente humano, bien lejos de la lógica y la ética, construyendo un frente reaccionario contra el orden social establecido, el racionalismo y el materialismo imperante en la cultura occidental de entonces.
Un Buñuel famélico de ideas y sueños, se internó en las callejuelas de París en 1925, tras la estela del fenómeno surrealista que era el centro de las tertulias y debates intelectuales en antros y cafés de la capital gala. De esas vivencias fue surgiendo lo que finalmente sería Un perro andaluz, que terminó de materializarse con la conjunción de los sueños simultáneos que Dalí y Buñuel habían compartido.
La película significó una muestra modélica de cine experimental, que fue posible gracias a las veinticinco mil pesetas que aportara la madre del cineasta, y un guion que nada más pretendía sacudir la capacidad de comprensión del espectador. Resulta patente el método consciente utilizado para romper con el raccord entre los diferentes planos, en espacio y tiempo, visiblemente ostensible en la heterogeneidad de los sucesivos intertítulos que, lejos de ubicar al espectador, lo confunden.
Dalí y Buñuel buscaron títulos como El marista en la ballesta y Es peligroso asomarse al interior, pero finalmente se decidieron por el que ya conocemos, a sabiendas de que no guarda ni la más mínima relación con la trama ni la estética del film. Hay quienes sostienen que el título fue una alusión –surrealista, como no podía ser de otra manera– a García Lorca, enemistado en ese entonces con sus compañeros y que este advirtió con desagrado. “Buñuel ha hecho una mierdecita así de pequeñita que se llama Un perro andaluz, y ese perro andaluz soy yo”, le dijo el poeta granadino a Ángel del Río, quien se lo comentó a Buñuel, que siempre negó la referencia.
Pese a todo: ¿se podría sostener que Un perro andaluz es una película referencial? Es un hecho que en su metraje coexisten elementos muy personales, tanto de Dalí como de Buñuel, y si lo diseccionamos como un cuerpo y lo analizamos, encontraremos referencias a otros artistas, personajes, obras culturales, cuestiones éticas, naturales, religiosas, literarias.
Aquí conmino a los fanáticos del aragonés a dejar de leer, porque es probable que el resultado de esta microcirugía no llegue a ser de su agrado. Quizás estemos por derrumbar un mito. La propuesta es riesgosa, pero apasionante. ¿Podríamos llegar a concluir que la piedra fundamental del surrealismo, acaso no fuera tan surrealista, ni tan esquiva a la razón, la psicología o las convenciones culturales? Quizás esté demasiado plagada de símbolos que, involuntariamente, han traicionado la espartana regla que sus autores se habían autoimpuesto cuando escribieron el diminuto guion y concibieron su criatura: nada de razón, nada que explicar. Veamos.
Las diversas imágenes típicas del surrealismo más acérrimo que componen la película plasman claramente algunas de las obsesiones más recurrentes de Buñuel y Dalí: la crítica a la educación eclesiástica (con los pupitres, el castigo del crío cara a la pared, la rebelión ante la autoridad, los hermanos maristas), el carnuzo o burro putrefacto (probable alusión a Platero y yo, que ambos artistas odiaban), la mano con hormigas (habitual en la obra de Dalí), obispos arrastrados, la pintura La Encajera, de Vermeer, que se aprecia en el libro que Simone Mareuil tira al piso o el cuerpo femenino como icono del deseo carnal, el pecado y la represión sexual. Todos estos motivos visuales presentes en la cinta, que no fueron, por cierto, originales de Buñuel ni de Dalí, sino patrimonio del ambiente creativo común que respiraban en la Residencia de Estudiantes, son símbolos y referencias, claramente. El plano final, por ejemplo, en el que vemos a los dos amantes enterrados en la arena, se conecta con las pinturas Duelo a garrotazos, de Goya y Angelus, de Millet. Este último cuadro sería una conocida obsesión en la obra de Dalí, y también aparece en Viridiana y Belle de Jour, de Buñuel.
La impactante y ya icónica imagen del ojo de la mujer rasgado por la navaja, en montaje alterno con la luna atravesada por una nube, cuya inclusión podría adjudicarse a una intención de causar impacto brutal al espectador tiene, además del implícito sadismo, una función refleja del instinto autodestructivo del inconsciente humano. Psicológicamente, se trataría de una forma de cegar la mirada convencional, tradicional, conservadora, para dar paso a una visión del interior del ser, reveladora, rebelde y reaccionaria, contracultural y antisistémica, que el surrealismo promovía, por supuesto, y que encontraba, casualmente, eco en la literatura, específicamente en la poesía:
Si existe un placer
es el de hacer el amor
el cuerpo rodeado de cuerdas
y los ojos cerrados por navajas de afeitar
Son versos del poeta favorito del surrealismo, Benjamin Peret. La referencia está servida y es innegable, y su utilización como recurso deriva inexorablemente en la explicitación, aunque el autor intente ocultarla, como si de una traición del subconsciente se tratara.
Por cierto que, para rodar la secuencia, se empleó el ojo de una vaca comprado en una carnicería, y su influencia afectó al mismísimo Alfred Hitchcock, que incluyó en Spellbound (Recuerda – Cuéntame tu vida, 1945) una escena donde unas tijeras gigantes cortaban un ojo pintado en una cortina, y a David Bowie, que en su gira de 1976 proyectaba esa secuencia para iniciar sus conciertos.
Mención aparte y especial merece la Acherontia atropos, la simbólica mariposa nocturna, llamada también “esfinge de la calavera”, que la fémina protagonista observa en una pared. El lepidóptero presenta una mancha blanca con puntos negros en su parte dorsal que asemejan una calavera, sinónimo de mala suerte para las casas a las que entrara, y una reputación negativa, asociándola con fuerzas sobrenaturales malignas, según la superstición. Su inclusión en Un perro andaluz no puede interpretarse como casual, si bien los autores dejaron clara su intención de no dejar intervenir el menor indicio de simbolismo que pudiera actuar como significante desde un punto de vista cultural, llegando incluso a negarse a interpretar su sentido, pues ello habría supuesto negar la esencia misma de la película.
Contra esta decisión, se alza el símbolo intrínseco de la mariposa y la mujer, resultando una metáfora del eterno dualismo entre Eros y Tánatos, amor y muerte, claro mensaje subliminal al observador. Para confirmar el simbolismo, en 1951, el propio Dali realizaría In Voluptas Mors, fotografía en la que el pintor aparece junto a una calavera compuesta por siete mujeres desnudas, fusionada con motivos tradicionales de la pintura, como el vanitas y el memento mori, erotismo y muerte en un mismo objeto, Freud puro: voluptuosidad – placer en la muerte. La Acherontia atropos saltó más tarde a la fama a raíz de El silencio de los corderos / El silencio de los inocentes (The Silence of the Lambs, 1991), de Jonathan Demme, en cuyo poster aparecía la mariposa en la boca de Jodie Foster, diseñada con la versión de la calavera del In Voluptas Mors.
El valor simbólico, que tanto esta imagen como las demás que hemos descripto, tienen en la película, es innegable.
De todas formas, y a pesar de la tesis que acabamos de exponer, con nueve décadas sobre sus espaldas, Un perro andaluz mantiene su mote de cine subversivo y transgresor, iconoclasta hasta la encarnadura, de creación inclasificable, impulsiva, abierta, compleja y de una fuerza interior de magnetismo irresistible que, en su presentación inicial en el Studio des Ursulines de Paris, cautivó de manera irrefrenable a la crema y nata de la exigente cúpula del movimiento surrealista, Breton incluido.
Noventa años después, sigue provocando perplejidad y rechazo visceral a todo aquel que pretenda insistir en una visión empírica o conservadora de la estética y de la realidad de las cosas. Todo aquel que no se abra a una mirada más subversiva, poética y liberadora del arte no logrará captar la energía revolucionaria que circula en sus venas. Esa perplejidad y desasosiego que genera Un perro andaluz es lo que la convierte, tantas décadas después, en una obra perturbadora pero seductora a la vez que, con su discontinuidad orgiástica y su anárquico desorden, atrae al espectador y lo conduce hipnotizado, sin resistencia posible, a un descenso al lado más profundo, oscuro y oculto de la mente. Aún cuando nos atrevamos, no sin cierto sesgo de imprudencia, a algún intento de interpretación de esa sucesión de símbolos y referencias que están presentes en la cinta, mal que les pese a sus creadores.
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