La gente sigue llevando mascarilla en el Metro y en la Renfe. En ningún otro sitio. Los políticos han dicho que si vas a una discoteca, un bar concurrido, una sauna, piscina, hotel, concierto, festival, manifestación, reunión, encuentro, orgía, fiesta popular o cualquier concentración del tipo que sea. En ese tipo de supuestos no es necesario que lleves mascarilla.
Pero si vas en metro o si vas en tren, todos con mascarilla.
La obligación se impone a la necesidad.
Te puedes bajar del metro, quitarte la mascarilla y entrar en una orgía, un partido del Real Madrid, la ópera o cualquier encuentro de ajedrez y no hay problema. Si vas a un concierto, puedes beber del mismo vaso que pasa de mano en mano y no hay problema. En el congreso de los diputados no hay problema. En el Ifema no hay problema. En los restaurantes no hay problema. Luego puedes mear, cagar o escupir en cualquier parte, sin pensar en mucho más y no hay problema.
Pero si luego te da por volver a casa en transporte público, tendrás que ponerte la mascarilla.
Lo único que está claro es que los políticos no utilizan el transporte público.
La mascarilla solo existe para los pobres.
La mascarilla es un símbolo residual que apunta la pobreza.
Además de demostrar que a los políticos les encanta dividir la sociedad en clases sociales que pueden o no pueden hacer según que cosas.
Hoy voy en Renfe Cercanías, donde viajan los olvidados. Somos muchos. Sin vernos las caras. Estamos apretados. Solo yendo y viniendo. Todos los días, a cualquier hora y con mascarilla.
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