Me pongo a escribir un sábado por la noche, sin saber qué. Me siento y comienzo a teclear. Nunca sé de lo que voy a hablar ni lo que quiero contar. Solo me siento y empiezo a teclear y ya está.
Escribir es algo físico. Aporrear teclas sin parar e intentar llenar los párrafos más largos posibles, de manera que algún día, cuando los vuelvo a leer, el párrafo me parece algo ajeno y novedoso. Escribo y olvido lo que escribo y luego leo y olvido lo que leo.
Es como una descarga. A veces salgo a caminar o a golpear un saco de boxeo y otras me pongo a golpear las teclas del teclado frente al monitor. Me siento aliviado después de dejar mi flujo de pensamiento en un post de un blog que no leo más que yo (a veces). Pongo un dibujo en pantalla y luego empiezo a escribir. Lo que sale de ese ejercicio suele ser defectuoso, a falta de corregir, sin mucho sentido y suele terminar en un punto muy diferente a donde comienza. Divaga. Es lo mismo que caminar y perderse. Lo mismo que cuando salgo y me pierdo, siempre, todas las veces.
Es el objetivo: perderse. Porque en la deriva está la sorpresa y el reconocimiento de uno mismo.
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