Desde hace siglos, el caminante ha sido objeto de innumerables novelas, ensayos y poemas: pasear tiene algo de instintivo, de estético, de recogimiento y de exuberancia que fascina al mundo literario.
Artículo
Esther Peñas
«Caminar es una apertura al mundo (…) es vivir el cuerpo (…) es un rodeo para encontrarse consigo mismo». Así comienza Elogio del caminar (Siruela), del sociólogo y antropólogo francés David Le Breton, en uno tantos títulos que se han ido publicando en nuestro país en los últimos años a propósito de esta práctica que tiene algo de rebeldía, algo de resistencia, de filosófico y que, en definitiva, refleja una manera de estar en la tierra. Desde hace siglos, el caminante ha sido objeto de elogios y de infinidad de títulos, ensayos, poemas y obras literarias.
A Baudelaire le debemos una de las primeras reflexiones teóricas sobre esta acción. Seguro que han escuchado en más de una ocasión el vocablo: flâneurs. Un modo de habitar las ciudades, de experimentarlas, más allá del rédito, la prisa, el propósito. El «dandismo perplejo», que llamara el poeta maldito, un caminar atento que despertase la mirada para que el paseante fuera recogiendo, a su paso, la acumulación de detalles, analogías, sugerencias, sutiles contrastes, las huellas pasadas. Un caminar sin rumbo exacto, sin prisa alguna, sin destino concreto, sin otro objetivo que caminar por caminar.
También en femenino, flâneuses. Wunderkammer acaba de publicar La revolución de las flâneuses, de Anna María Iglesia, un ensayo que habla de aquellas mujeres que hicieron suyo el espacio público a través de sus pasos y abrieron camino al transgredir los límites que su época les imponía. Salieron a la calle y se apropiaron de la ciudad, de un espacio hasta entonces reservado solo a los hombres.
Walter Benjamin: «Únicamente el ser humano es capaz de bailar»
Walter Benjamin, filósofo indispensable para comprender el siglo XX y para entendernos a nosotros, reflexiona en su obra acerca del caminar. Al carecer de finalidad alguna, esta acción se convierte en la medida de la libertad, nos recuerda el alemán entusiasta de la lentitud (y cuyas ideas al respecto han propiciado movimientos postmodernos como el slow). En su Libro de los pasajes (Akal) leemos: «Quien se aburra al caminar y no tolere el hastío deambulará inquieto y agitado, o andará detrás de una u otra actividad. Pero, en cambio, quien posea una mayor tolerancia para el aburrimiento reconocerá, después de un rato, que quizás andar, como tal, lo aburre. De este modo, se animará a inventar un movimiento completamente nuevo. Correr no constituye ningún modo nuevo de andar, sino un caminar de manera acelerada. La danza o el andar como si se estuviera flotando, en cambio, consisten en un movimiento del todo diferente. Únicamente el ser humano es capaz de bailar».
Holganza del cuerpo y del alma
Caminar tiene algo de instintivo, de estético, de recogimiento y de exuberancia, de diálogo con lo externo, de encuentro con lo maravilloso. Es un rito civil y un acto animal, nos recuerda Juan Marqués en el prólogo a Caminar, en el que la editorial Nórdica reúne dos textos, de Hazlitt y Stevenson. «No controlar el paso de las horas durante toda una vida es, me disponía a argumentar, vivir para siempre. No se hacen idea, a no ser que lo hayan probado, de lo infinitamente largo que es un día de verano que únicamente medimos por el hambre y que solo concluye cuando uno comienza a adormilarse», escribe Stevenson.
Borges también reflexionó sobre el calado del paseo, especialmente en su narración ‘Sentirse en muerte’
Y Borges –inmenso flâneur textual y literario-, que tanto agradece en sus poemas que «haya Stevenson» en el mundo, también reflexionó sobre el calado del paseo, especialmente en su narración Sentirse en muerte, donde recoge un ánimo casi sagrado del paseo como experiencia acaso mística, con esa suerte de mirada alienada que se enfunda quien camina: «No quise determinarle rumbo a esa caminata, procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé, en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras invitaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio».
Caminar es lo inútil, en el mejor sentido del término. No reporta negocio alguno, ni retribución económica, no tiene finalidad alguna. Como en la acción bien hecha, lleva en sí su recompensa. Es una actividad propicia un placer íntimo, así lo recuerda Rousseau en Las ensoñaciones del paseante solitario(Alianza Editorial), que habla de la holganza de cuerpo y alma que procura el paseo (la mera palabra, holganza, regocija, nos reconcilia, abre la posibilidad del disfrute absoluto).
Un paseo, una deriva
Hay un caminar que confronta la medida de lo humano con la naturaleza, sobre todo en los paseos de Thoreau. «En la profundidad del bosque, completamente solos, mientras el viento sacude la nieve de los árboles y dejamos atrás los últimos rastros humanos, nuestras reflexiones adquieren una riqueza y variedad muy superiores a las que ostentan cuando estamos inmersos en la vida de las ciudades. El zorzal y el trepador son una compañía más estimulante que la de políticos y filósofos, a los que volveremos a ver como quien se reencuentra con unos viejos y vulgares compañeros. En este valle solitario, en el que un riachuelo desagua las laderas cubiertas de hielo estriado y cristales de infinitos matices, entre los que sobresalen los juncos y la avena salvaje, y se elevan los abetos y las tsugas, nuestra vida es más serena y verdaderamente digna de contemplación», escribe Thoureau en Un paseo invernal (Errata Naturae).
Los surrealistas paseaban por las ciudades dejándose afectar por la atmósfera espectral de las calles
Hay un caminar, un paseo, y una deriva. Los surrealistas lo practicaron. Caminaban por las ciudades dejándose afectar por la atmósfera espectral que pueden adquirir las calles, los solares, las aceras cuando uno las escucha. Así, los artistas rescatan la memoria de los barrios, pespuntan las leyendas, hacen lecturas inconscientes de los espacios y se fascinan por la inquietante mirada de un objeto incomprensible depositado en la acera. Y el paseo así se convierte en un recorrido por los recodos de quien camina, un ser poroso y receptivo. Un soberano del prodigio y del deseo. Después, el filósofo e impulsor del situacionismo, Guy Debord, en 1958 sistematizó, en la medida en que puede hacerse, la deriva surrealista, calificándola de «una técnica de tránsito fugaz a través de ambientes cambiantes», e invitando al paseante a trazar recorridos psicológicos.
El peatón de París, de Leon Paul Fargue -que se ganó el sobrenombre con el que tituló su libro-; Paseos por Berlín, de Franz Hessel (ambos de Errata naturae); La ciudad de las desapariciones (Alpha Decay), de Iain Sinlair; Andar: una filosofía (Taurus), de Frédéric Gros; El arte de pasear (Díaz-Pons), de Karl Gottlob; Flâneuse (Malpaso), de Lauren Elkin; Wanderlust: Una historia del caminar (Capitán Swing), de Rebecca Solnit o Un andar solitario entre la gente (Seix Barral), de Antonio Muñoz Molina, son solo un puñado de la inabarcable lista de títulos que contienen la fascinación por caminar, esa experiencia que descentra el yo y restituye el mundo… con tempo andante.
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