Después de todo, éramos jóvenes. Teníamos catorce y quince años, desdeñosos, alejados del mundo de los adultos severos y ridículos. Estábamos aburridos, estábamos inquietos, ansiábamos ser atraídos por cualquier capricho o pasión y seguirlos hasta los confines más lejanos de nuestra naturaleza. Queríamos vivir, morir, estallar en llamas, transformarnos en ángeles o explosiones. Solo lo mundano nos ofendió, como si temiéramos en secreto que era nuestro destino. A última hora de la tarde nuestros músculos dolían, nuestros párpados se llenaban de deseos oscuros. Entonces, soñamos y no hicimos nada, porque era lo que había que hacer. Jugamos al ping-pong y fuimos a la playa, como holgazanes en los patios, dormimos hasta altas horas de la mañana, y siempre ansiamos aventuras tan extremas que nunca podríamos imaginarlas. En los largos atardeceres de verano caminamos por las calles suburbanas a través de aromas de arce y hierba cortada, esperando que algo sucediera.
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