11 de Marzo de 2004, y no
estoy muerto.
Todo está ya escrito. Lo puedes leer en la
Biblia de Neón. Al pasar sus páginas, tu cabeza se enciende como
una cerilla, te iluminas. Porque está todo escrito, todo, y todo es
verdad. Si estás vivo o no lo estás, no importa demasiado, solo has
de saber que eres mucho mas gracioso muerto. Eres mas guapo y mas
elegante muerto. Tienes esa elegancia serena, que vivo eras incapaz
de aparentar.
Todo está ya escrito: La espuma en el borde de
tu cerveza, el pliegue en la trasera de tu americana, el remolino de
tu pelo, todo escrito en la Biblia de Neón.
Los días pasan
sin ningún propósito concreto. MONA prefiere tragarse su propio
puño antes que ponerse a gritar. El número de vicios crece y el
miedo crece. Píldoras abriendo las tapas de una Biblia de
Neón.
Piensas que vas a pasear, vas a andar mil millones de
pasos y luego caerás fulminado. Pero luego no caes fulminado y
tienes que seguir caminando.
Piensas en tí mismo. Un chico
del montón nacido en el 70, en el Baby-Boom. En el extra-radio. En
la Ciudad satélite. En el barrio. Son los 80. En el colegio nos
dicen que somos afortunados: Tenemos casa y padres con trabajo. La
fábrica, el colegio subvencionado, calefacción y televisión, el
economato de la fábrica. El campo tras la estación eléctrica donde
jugamos al fútbol. Terminan los setenta, empiezan los ochenta:
ninguno de nosotros llega a los quince años.
Jugamos en
descampados donde nuestros hermanos mayores viven deprisa y se
chutan. La mitad de nuestros hermanos mayores morirán jóvenes.
Todos ellos se quedan en el pasado. Se marchan a un largo viaje y no
volverán nunca más. ¿Irse? ¿Porqué? ¿Adonde?
Entonces
empiezas a pensar que la muerte es solo una ausencia
injustificada.
Los mas afortunados progresan y marchan donde
viven LOSDEMÁS. A barrios mejores. Si los amigos se marchan y nunca
más los vuelves a ver ¿Que diferencia hay con la muerte?
Otros
se quedan. Otros hacen del barrio su territorio, su reino, a veces su
imperio. Otros progresan en las leyes de las afueras. Otros se hacen
fuertes.
Para entonces ya estamos
al final de los ochenta. Y si otros empiezan a agachar la cabeza y
pensar en lo que viene. Él no. Él parece haber nacido para
deslumbrar al sol... Para quemar. Él siempre quiere más. Siempre.
Vamos. Diles que no tenemos miedo a nada, ni siquiera a perder.
Díselo al tiempo, a la ciudad, a las escuelas secundarias y a los
COWBOYS. Díselo.
Poco después llegó aquel verano, el
último. El tiempo empezó a rodar y no se paró nunca más. En la
naturaleza cada cosa tiene su ciclo, decía el cura del colegio. Cada
cosa tiene su duración. Por lo que puede suceder que un verano que
dura diez años acabe en medio minuto. Y no hay nada extraño. Nada
que esté equivocado. Así son las cosas. Al parecer. Nos
acostumbraremos. No podemos hacer más. Ten el corazón en paz, dice
una voz en tu cabeza... Que se jodan, le contesto yo.
Pienso
en irme. Lejos. Irme muy lejos. Ahora lo sigo pensando. Pero son
momentos. Y duran poco. El hecho es que no sé volar. Esta es la hora
mas triste. Cuando no sé adónde ir y olvido mi nombre. Aunque se
queda en eso. Por suerte siempre está cerca el bar. Es lo mas lejos
que he ido desde entonces y hasta ahora.
Mirando hacia atrás
sin ira. Mirando fotos. Allí estoy, con un cigarrillo, los pelos de
punta y un ojo pintado. Una mueca. De negro. Un blanco vestido de
negro. Un provocador de 15 años que siempre lleva la contraria. Casi
no me reconozco. Siempre fumando, como si la vida fuese a durar ese
único momento.
Me miro en las fotos: Desesperando en las
salas de espera de finales de los 80. Robando libros de bibliotecas
públicas, kioskos callejeros o librerías de museos. Robando discos.
Colándome en conciertos. Robando tebeos y playboys. Mas tarde
Penthouses o Hustlers al ciego del Kiosko del Paseo. Entrando en las
tiendas del centro y mirando todo tipo de cosas que brillan. Cines de
sesión matinal entre semana. Gastando mi dinero en lo mismo. En lo
que puedo. Compro libros, discos, entradas de conciertos, tebeos,
playboys, penthouses o Hustlers y entradas de cine. Saltándome
clases, colegios, institutos y burlando exámenes. Creyéndome un
dios dorado y saliendo a atropellar coches. Todo eso soy yo con 15
años.
Mis amigos de entonces son chicos de barrio que también
roban en las tiendas del centro. Pero ellos roban ropa de marca,
relojes, carteras y zapatillas CONVERSE. No entienden que yo robe
libros. No entienden esa música tan rara. No entienden que me gaste
el dinero en las sesiones matinales de los cines de la Vaguada. O que
ahorre para un concierto. No entienden mi ojo pintado. Yo les digo
que soy un Punk. Son tipos rudos que se sonrojan si les digo que me
gusta la literatura. Que me gusta la pintura. La Poesía. Se sienten
incómodos. Saben que me gustan las chicas, pero les avergüenza que
diga esas mariconadas. Se sienten amenazados. Son finales de los 80,
somos tipos duros de barrio.
Me respetan. Incluso me protegen.
Soy su esperanza blanca. Ellos creen en mí. Yo no. Yo no creo en mí.
Tampoco creo en ellos. En eso no he cambiado nada. Creo que salí con
defecto de fábrica.
Sin rencor. Mirando hacia atrás sin ira.
Mirando fotos. Un cigarrillo Camel, la camisa por fuera, los pelos de
punta, un ojo pintado y una bolsa con discos. Un libro en casa junto
a la cama, un cuaderno, un cenicero, una cámara, un lápiz, varios
rotuladores, papel. A veces los ojos verdes. A veces lo que todavía
SOY.
A veces ponía mis manos tapando mis orejas y esperaba
hasta que llegaba el silencio. Un silencio que a mí me parecía
amarillo. Por las mañanas, en horario escolar, mientras los jóvenes
de nuestra edad se dedicaban a estudiar o a robar o a drogarse o a
prostituirse, yo empecé a frecuentar los videoclubs del barrio y de
los barrios vecinos, intentando encontrar las películas perdidas de
Ginger Lynn, una actriz porno de la que me había enamorado y cuyas
escenas empezaba a memorizar.
Me dijeron que no debemos volver
a los lugares donde fuimos felices y no lo creí. Me dijeron muchas
cosas y después me di cuenta que casi todo lo que te cuentan es
filosofía del perdón. Todos añoran la infancia. Están todos
locos. Es imposible volver a repetir la receta de la infancia. Todos
los sabores, los olores, las impresiones y todo lo demás, ya no es
lo mismo. El invitado sin derecho a silla, eso es lo que eres. Será
mejor que no lo intentes. La mezcla peligrosa es la mezcla dudosa. Y
la infancia siempre será la de otro, aunque sea la tuya. Aunque seas
tu el de la foto, el de la boca sucia, el de la camiseta con la marca
de espiga, el de las heridas en las rodillas y el pelo mojado. Aunque
recuerdes ser el vaso de leche merengada y el envoltorio de un pastel
en el suelo, ya no lo eres, aunque lo quieras ser.
Tenía
quince años, y le dije a la niña mas guapa de sus dieciséis: "Hay
una fiesta en tu boca, y estoy llegando" Y la besé. Me mordió
la lengua y luego salió corriendo, riendo. No es gracioso. No, no lo
es.
Me pregunto cómo comenzó todo. Y luego, mas tarde, me
pregunto cómo acabará. El final está al otro lado, porque un poco
después todo cambió: La fábrica a tu espalda se declaró en
quiebra y ahora es una urbanización, la película de la cámara se
veló, y la copia de la foto está velada. El sabor envuelto en hojas
de pino ya hace tiempo que se sustituyó por los detergentes de
diseño, en la cuesta abajo corriendo, rodando en la hierba delante
de la casa grande. El final de los veranos y los principios del
invierno saben ahora a celebración de bar y no a chocolates o
caramelos SUGUS. Este es el sabor que deseas y no tiene vuelta. Por
nunca jamás. Eran los 80. era una época pasada.
Tengo un
calendario en la cartera. Cuando paso un mal día, lo saco, lo miro y
pienso que está rodeado.
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