Mi vida está hecha de una furibunda rutina matemática. Día a día. Drásticamente comienza a las 7 de la mañana. Es la hora en que mi minimalista reloj acusa una sirena suave e insoportable. Me levanto. A las 7 y 10 despierto a mi hijo. Tiene 9 años y sé que es un crimen que vaya a un colegio en donde constantemente debo hacer el trabajo de que desaprenda lo que ha aprendido. Tonterías.
Toma su desayuno a las 7 y 20. El transporte llega a las 7.30.. Lo despido, le doy un beso. Se va. Vuelvo a la cama y duermo hasta las 9 de la mañana. Y es la hora en que verdaderamente sueño. Podría escribir numerosas páginas con mis sueños. Soy, no lo niego; carne de psicólogo. ¿Quién no lo es? Los psicólogos, los sociólogos y la C.I,A. conocen más cosas de nosotros que nuestra madre.Y sueño… Pero nunca como el sueño que tuve este último viernes. Después que se fue mi hijo. Soñé que estaba en el baño de mi casa. Que de improviso de entre mis piernas comenzaba a crecer algo descomunal. Era mi pene. Crecía. largo y grueso. La verdad que el crecimiento era vertiginoso y no paraba. No paraba de crecer. Y se paraba. Y crecía. Mi pene-verga-polla-pico; crecía. Más y más. Más que la de Jhon Holmes. Más que el semental italiano Rocco Siffredi. Ya iba en medio metro y un poco más. Me angustiaba. En el sueño pensaba que jamás podría hacer el amor con mujer alguna sin producir evidente hilaridad. Mi angustia sobrepasaba todo límite. Debo despertarme pensé en el sueño. Y desperté.
Desperté aliviado. Contento. Era solo un sueño. Nada más que un sueño. Feliz de tener el pene pequeño de siempre.
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