Ojeando un libro, me acordé del bosque de abedules. Martin Kippemberger lo buscaba. La gente se pasa la vida buscando un bosque de abedules. No hago otra cosa que oír hablar del bosque y, sin embargo, no lo he visto nunca. He recorrido Madrid un millón de veces y nunca me he encontrado con él.
Ayer, para no variar, pasé la tarde dando vueltas por el paseo del Prado, Recoletos, Alfonso XII, Serrano e incluso llegué a pasar por Miguel ángel y Rubén Darío. Pero no encontré un solo abedul, ni nada parecido al famoso bosque.
Me dirigí luego hacia el centro, porque sabía que siempre que paseo buscando el bosque, termino de una manera u otra encontrándome con la estación de Atocha. En realidad adonde tenía que ir era precisamente a la estación de Atocha, y no al centro. El cercanías que me trae a casa, desde Atocha a Puente Alcocer, en Villaverde Alto, donde al final, encuentre o no el famoso bosque terminaré volviendo. A pesar de todo esto, me dirigí al centro porque quería ver un bosque de abedules al menos una vez.
De todas formas pensé, que seguramente terminaría en la estación de Atocha sin haber ni siquiera escuchado el ruido de las ramas de un bosque de abedules, ni tan solo una vez.
Me siento ahora tan triste que casi se me saltan las lágrimas. y no porque ayer fuera finalmente a terminar en Atocha, y estuviese preguntándome como hice para llegar allí. Sino porque pensé que, finalmente, tendría que salir de Madrid sin poder decir mucho mas que cualquier turista. Como un extraño que permanece en la oscuridad para siempre, hundido y fracasado. Sin tener claro si al final, dando la vuelta a una esquina cualquiera, tendré claro lo que allí me voy a encontrar.
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