La cárcel no siempre es literal. La vida también es metáfora. Lo que nos sucede a la vez vela y revela secretos profundos, oceánicos. Hemos inventado multitud de maneras de apresarnos. Encerrarnos para no ser, escondernos de lo real, abismados por lo que no podemos digerir.
La cárcel del genio Rubén Darío fue el alcohol. Abandonado por sus padres que precipitaron un matrimonio sin futuro alguno, el pequeño se perdió un buen día y alguien lo encontró más tarde refugiado en las ubres de una vaca. No había recibido el calor de la teta de su madre.
El genio se reveló precoz, y también un alma en extremo sensible y una débil voluntad que lo puso a merced de todo aquél que decidió engatusarlo dándole un par de tragos de alcohol. Rubén decía: tengo sed. Y se perdía para él toda noción del tiempo, el espacio o el deber.
La borrachera acompaña algunos de los hitos de la vida del poeta: cuando Rafaela, su primera mujer, fallece, se bebe las lágrimas junto con el vino; alguien lo emborracha poco después para que case con Rosario Murillo; cuando no puede con la pena de existir, se marcha a las tabernas; al final de su vida, ya enfermo de tantos excesos, un tal Bermúdez decide llevárselo de gira (que será peregrinación a la tumba) a América, y por si el poeta se echa atrás en el último momento, le administra licor en abundancia y se asegura así de que embarquen. Su mujer entonces, Francisca Sánchez, llora y sabe que la partida es un error. Meses después se entera por los periódicos de que el gran genio ha muerto.
Es posible buscar en las páginas de sus prosas y poemas y en las biografías de sus estudiosos los motivos íntimos de la adicción. Darío solía decir que sólo era un enfermo, que los amigos lo llevaban por el mal camino, que no tenía la culpa de que Dios le hubiera dado un alma débil y un cuerpo al que atacaban sin piedad todos los pecados capitales. La ebriedad le permitía a instantes olvidar la continua tortura de ser hombre. Su sensibilidad, como su genialidad, era extrema. Los pequeños golpes de la vida le abrasaban por completo el corazón. Las historias de miedo prolongaban sus insomnios durante días; las enfermedades de sus seres queridos lo sumergían en la depresión. A veces el vino lograba sacarlo un instante de esa timidez feroz que lo mantenía en silencio cuando todos esperaban su discurso. Tenía el don de la poesía, pero era incapaz de hablar en público.
En «El humo de la pipa» relató las visiones que le regalaba una experiencia narcótica. En la más elaborada, Darío caminaba por un mundo en el que todos los seres testimoniaban ser amados (y lo repetían, soy amado, decía el árbol, soy amado, clamaba el pájaro, somos amadas, gritaban las piedras), salvo él. ¿Donde estaría su hogar?
Tengo sed, decía el poeta, cuando la noche se ponía al lado de alguno de sus amigos. Y luego alzaba la vista, miraba al horizonte con sus ojos cándidos y profundos, como a la escucha (porque él, como todos los grandes, sobre todo escuchaba), y era posible comprender que su sed, calmada como sucedáneo por el alcohol, era en realidad sed de sentido y de infinito. Sed de Amor. Amor en mayúsculas y Sed en mayúsculas, porque era un genio. A la vez que un niño perdido.
Vargas Vila, que fue su amigo, dijo de él: «Nunca un alma más pura se albergó en un cuerpo más pecador, sin mancillarse; era como un rayo de estrella reflejado en el fondo de un pantano».
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