A veces es un solo pez que hurga el océano, el que predicará su verdad en el desierto. Es como si resbalara una estrella sangrante para que usted pida algún capricho: que ella abra las piernas hasta más arriba de la cintura mostrando soles descomunales, ese vapor que emigra del sexo y que acorta y alarga las mareas. Busca, a tienta pero con ahínco, su media naranja, sabe que tiene que invitarla a comer, besarle las agallas, usufructuar del vaivén un tanto cómplice del océano y por último dejarse llevar por el deseo como enviado por una tercera persona. Y en esas circunstancias se ajusta a la acción determinada por el libreto que lleva en las manos. Es sólo un actor que sabe que deberá permanecer en el escenario el tiempo reglamentario de los tres actos y en los cuales amará, odiará y procreará. De modo que cuando aparece colgando el anzuelo, es el propio pez el que tiene que improvisar el resto de la acción y ni siquiera tomar algún tipo de precaución para preservar la vida. Todo ha sido reducido a una burda maniobra, a un melodrama tan grotesco en que simplemente el pez cae en la trampa y empieza a descender el telón y se escuchan los aplausos y también los solitarios silbidos de rigor, que nunca faltan.
Todo éxtasis esconde una trampa.
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alfonso alcalde
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